Encuentro de Culturas.
EL ENFRENTAMIENTOEl descubrimiento de América, fue sin lugar a dudas, una sorpresa. Colón, buscador de las Indias, vio de pronto surgir antes sus ojos asombrados un continente fuera de ruta; mas, probablemente, la mayor extrañeza de los que lo siguieron no fue la del hallazgo del territorio, si no la de la brusca aparición de civilizaciones milenarias, dispersas a lo largo y ancho de aquellas Indias, con caracteres sociológicos, culturales y económicos diferentes.
Triple fue la función encomendada a los participes de la mas importante empresa iniciada por Europa, en aquel siglo deslumbrador: descubrir tierra, conquistarlas y colonizarlas para gloria de los monarcas europeos y catequizarlas para Dios y la Iglesia: "Conquistar América a cristazos", como diría Unamuno.
La garantía de tal función estaba, para felicidad de la empresa, fortalecida por la fusión de los gobiernos religiosos y seglares. Además, se había tenido gran cuidado de añadir al hecho político una justificación filosófica en cuya virtud los actos del rey podían y debían robustecerse, no solo por pretextos de gobierno y de prestigio, sino también por argumentos de fe y de servicio al Dios de Occidente.
Religiones más o menos organizadas se habían desarrollado en América, unidas en imperios de mayor o menor poder; y de ese disperso pensamiento, elaborado en medio de un alejamiento espiritual y geográfico, surgieron culturas heterogéneas y dispares.
Si el análisis filosófico lleva a atribuir tal o cual causa el hecho histórico de la conquista, resulta más difícil comprender la derrota armada de la numerosísima población indígena, particularmente en México y Perú, por el limitado número de hombres audaces que con Cortés, Pizarro, Alvarado o Benalcazar habían emprendido tal aventura.
Presencia de augures o predestinos; luchas internas y fraticidas; endeble poder de los grandes imperios, azteca o inca, sustentados en el terror militar; inconsistencias de sistemas económicos; en fin, sorpresas y desconciertos, son algunos de los motivos que facilitaron el afincamiento de los reinos hispano-portugueses de América.
Esos imperios indígenas no son importantes solamente por sus propias culturas, sino porque sintetizan y dominan el ámbito de poblaciones poseedoras de una cerámica variadísima, de un notable dominio en el tratamiento de metales, de conocimientos textiles y pictóricos muy avanzados, de monumentales arquitecturas.
No se trata, en ningún caso, de procedimientos simplemente artesanales, o de expresiones rituales o fetichistas; tampoco los objetos fabricados son únicamente utilitarios o guerreros. Estamos frente al hecho de una auténtica y secular creación en la que el diseño, la policromía, la técnica cerámica, textil o metalúrgica, la solución arquitectónica son en sí mismas artes vigorosas, plenas de sentido plástico, reveladoras del mundo espiritual de los pueblos que las originaron.
Si del hecho de la Conquista pasamos al de la colonización, entramos en un proceso de negación de la cultura anterior para pasar a la adaptación de una cultura nueva. Adaptación, readaptación, aceptación de las ideas extrañas, imposición cultural, "pacificación" y población, colonialismo, conciliación, perpetuación en otros pueblos, "disolución" de una cultura en otra; llámese como se llame el fenómeno colonial en Iberoamérica, no hay duda de que se trata de una evidencia.
El golpe debió de ser tremendo, conturbador no solo del pensamiento sino de todo el ánimo de unos hombres cuyo universo espiritual no iba más allá de unas pocas cosas concretas y de un lote de fabulas, político-religiosa, desigualmente asimiladas en los varios sitios descubiertos. La desacomodación mental sufrida por los primitivos habitantes de América, sin duda, fue dolorosa por exigir de los vencidos un esfuerzo de reacomodación al que no estaban acostumbrados: acaban de salir de un régimen dentro del cual no se les demandaba otro género de esfuerzos que los materiales, e ingresaban en un régimen donde, como primera providencia, se les demandaba desarrollar esfuerzos espirituales de alta calidad... La enseñanza de los misioneros, tan penosa para ellos, debió resultar más penosa a los educandos.
Lo notable es, precisamente en aquellos lugares en donde el conflicto cultural resulta más patético, es donde el ímpetu artístico, numérico y cualitativo es más importante: México y sus ciudades, Guatemala, la Nueva Granada y Quito, Lima, El Cuzco y el Alto Perú, se constituyen en los principales focos de convergencia e irradiación de lo que se llamaría luego el arte colonial. Allí donde el encuentro fue más violento, mayor fue la eclosión artística; y donde la violencia ocasionó un mayor arrasamiento, los templos, ídolos y objetos paganos, fueron sustituidos con igual o superada vehemencia por templos, imágenes y símbolos cristianos.
El encuentro de culturas puede, en consecuencia, medirse bajo estos dos aspectos: por una parte, la eliminación de creencias preexistente y, por otra, la implantación o revitalización de culturas importadas.
Muy diferente es la situación de aquellas áreas en donde no existían sino grupos dispersos, más o menos primitivos. El colonizador, español o portugués, llega y se establece; combate a las tribus dispersas y desorganizadas, a veces con intensas y prolongadas luchas, pero sus conflictos ideológicos son a la escala de las poblaciones conquistadas: sumarios, localizados en secciones reducidas, situados en cada región.
Aparecen de ese modo junto a los grupos europeos, las migraciones negras mediante el comercio de la esclavitud, trayendo el negro consigo, sus ritos, sus costumbres, sus habilidades. Llega como cargamento a las costas y se traslada multitudinariamente a las plantaciones, donde permanece aislado, alejado inclusive del indio. Mas, si bien constituye un elemento de explotación, como lo es el indio, no llega a influir en la producción artística, ni siquiera como mano de obra. El negro guarda tradiciones y costumbres para los de su raza, pero permanece independiente. Este fenómeno es aun más sensible en el Brasil, en donde la empresa de colonización no es oficial sino privada, a cargo de terrateniente, con poderes casi omnímodos y hereditarios, que mantienen al esclavo confinado en las plantaciones, minas y obrajes, sin que a ese prohibido territorio puedan llegar ni siquiera los blancos. Es necesario, pues, el mestizaje posterior de su raza para que, ya mulato, forme parte de la vida cultural y sin gozar nunca de los privilegios del europeo, partícipe en la obra en que está empeñada la sociedad blanca.
RECHAZOS Y ASIMILACIONESNo hay aporte definido del pasado americano en este plan colonial, único en el mundo. México Virreinal crece sobre los derruidos teocallis aztecas; los edificios mayas son olvidados y recubiertos por la selva tropical, las ciudades incas se esconden en el secreto de sus pobladores y raros son los casos en donde el fundador respeta el edificio nativo, o usa los cimientos de la urbe americana para levantar sobre ellos el edificio o la villa española. Acolman aprovecha, interesante excepción, de la planta del palacio original y somete la nueva construcción a dicha planta; mas sólo el Cuzco utiliza los cimientos y base de sus más importantes construcciones para crecer sobre los graníticos muros de palacios y templos del incario, sin destruirlos totalmente.
Pero el plan urbanístico de la colonia, como también las artes plásticas, arrasan todo vestigio de anteriores civilizaciones, porque su objetivo es, inicialmente, extirpar en sus mismas raíces el pensamiento idolátrico, que se opone a la función evangelizadora, y los símbolo imecas de tales cultos paganos.
Cuando alguna vez una forma india, una máscara, un motivo decorativo aparecen, solo se presentan esporádicamente. Tal es el caso, por ejemplo, de ese relieve que reproduce el motivo ritual Chavín, del monolito de Huantar, o el de las sirenas que tocan el charango, en las iglesias de Julí y de Pomata, en el Alto Perú. También, el de aquellos solos de cabeza fajada a la manera nativa, que centran los conjuntos de la decoración serliana del soportal y sotocoro de San Francisco de Quito, como aceptando que la divinidad suprema americana se confunda con la cruz cristiana, debidamente honrada por querubínes circundantes. Tal el caso de los retratos de nobles indígenas que aceptan posar con la cruz en la mano, el sol radiante en el pecho, vestimentas peruanas y escudos nobiliarios; tal el de aquello talladores de Santa María Tonanzintla, que crean su corte celestial indígena, o el del Aleijadinho, que vuelve mulatos a sus evangelistas de San Francisco de Ouro Preto.
Entre los pocos ejemplos en los que el español recoge íntegramente la técnica primitiva y la sigue aplicando, están los casos del kero peruano y de los códices mexicanos: allí no se ha pensado sino en la importancia de tal expresión gráfica, y por algún tiempo esta expresiones, eminentemente mestizas, son continuadas, sea para imprimir en los keros los relieves coloreados de alguna escena de la conquista (sin suprimir las líneas del diseño preincásico ni la flora y la fauna americanas, al extremo de que dichas escenas y no la técnica misma diferencian el kero precolombino de kero mestizo colonial), sea en la admirable continuidad de los códices mexicanos, debidos a monjes y cronistas que, admirados por la eficacia gráfica de aquellos códices, utilizaron a los artistas indios para que relataran en esas seriales dibujadas los diversos pasos de los conquistadores y de los principales personajes que habían intervenido en tales acontecimientos históricos.
Por lo demás, estas contribuciones indias, mestizas o mulatas favorecían el adoctrinamiento y no eran aceptables sino como medios de convicción, como alicientes para atraer la atención desconfiada de los conquistados, o como posición conciliadora de algún monje que quería acelerar sus planes evangelizadores mediante la inclusión, en el follaje ornamental de fachadas y retablos, de figuras vinculadas a los ritos nativos.
Mucho mas libre, en cambio, es la inclusión de flora y fauna americanas en pinturas y relieves. Si bien, en este caso, la "contribución" proviene de una lógica adaptación del paisaje americano a la modalidad plástica europea, no podemos negar que hay una variante evidente de formas y de motivos decorativos: piñas, palmeras, chirimoyas, bananos, aguacates, hojas de tabaco y de apepú, naranjas de Misiones, helechos y papayas, llenan los cestos y guirnaldas, en los que tampoco se han excluido uvas, granadas y melocotones, frutos europeos aclimatados en América. Añadamos que los relieves de agaves o las graciosas flores sagradas conocidas como Nukchú, que una princesa inca mantienen en sus manos.
Asimismo, la fauna de monos, papagayos, pumas, sapientes y aves, indiscutiblemente criollos, como el cuzqueño tunkí, se mezcla al dromedario, al elefante y al unicornio, aumentando la nota de exotismo. De lo contrario, solo por un clandestinaje rebelde, se repiten símbolos paganos, como en la cara posterior de los pedestales que sostienen las columnas de la fachada de la catedral de Tunja, en donde un signo, probablemente calima, rompe la continuidad del ornamento europeo; o en el de dos mascarones indios que reemplazan las hojas de acanto de los capiteles corintios, en un pilar de la merced en Quito.
LA MANO DE OBRA AMERICANALa contribución americana fue esencialmente la mano de obra. Y así lo comprendió el franciscano flamenco Fray Jodoco Ricke cuando, juzgando "que los españoles no iban a querer usar los oficios que supiesen" y menos las poco rentables profesiones vinculadas con el arte, fundó en 1553 el Colegio de San Andrés, primera escuela de artes y oficios de América. En ella, maestros de obra, oficiales y artistas europeos, venidos de Flandes, Alemania y España, enseñaban a hijos de caciques, mestizos y criollos, lo que explica, en parte, la dedicación que, en futuro, artes y artesanías obtendrían de las clases sociales menos favorecidas. Este sistema se repite bajo el patrocinio de otros notables monjes: Pedro de Gante, en México; Basilio de Santa Cruz, en el Cuzco; Julián de Quartas, en Yucatán.
No extrañe, pues, ver, durante los siglos posteriores, en la lista de artistas, maestros de obra y artesanos, desde aquellos indígenas mexicanos que, conocedores de las técnicas de sus antepasados, siguen la tradición secular, y por lo mismo, las formas plásticas de los tlacuilos, o pintores precolombinos, hasta la nómina interminable de artistas indios, mestizos y mulatos, esparcidos en todo el continente: Andrés Sánchez Galque y Caspicara, en Quito, Diego QuishpeTito y Melchor Huamán, en el Cuzco; Juan Huaicán, en Juli; los guaraníes José, el Indio, en Buenos Aires; y Kabiyú, el pintor de Itapuá; y, evidentemente, el Aleijadinho, en Brasil, y sobre todo, esa grey anónima que participó en la construcción de millares de iglesias; en el labrado de fachadas y retablos; en la pintura de decenas de miles de cuadros, y en la talla de imágenes sagradas. El quehacer artístico es casi una exclusividad de indios, mulatos y mestizos. El español o el criollo, descendiente de españoles, están entregados a las preocupaciones del gobierno, al manejo de la economía, a la conducción del clero o la gerencia de encomiendas, minas u obrajes.
LA NOCIÓN DE MESTIZAJE ARTÍSTICO.En ningún caso, pues, habría que disminuir la importancia de esta contribución humana; allí reside el aspecto más notable de ese mestizaje de la creación artística. Si bien es exacto que algunos autores, y entre ellos George Kubler, consideran "un desacierto" la denominación de "mestizas" para algunas obras de arte americano, parece mejor incluir dentro del concepto de mestizaje no solamente el fenómeno de origen racial, sin el resto de actividades humanas, inclusive aquellas del arte, como componentes, todas, de un proceso de "culturas híbridas o sociedades mestizas", dentro de un mundo en el que cada aspecto de la sociedad, cada característica psicológica, cada hecho económico o espiritual, se sucede de un modo particular, que corresponde, precisamente, a esa mezcla de sangres, costumbres, y mutuas asimilaciones.
"La vida colonial fue el teatro histórico del mestizaje", afirma, a su vez, Kubler; y esa afirmación se comprueba por el mismo hecho de que a pesar de la imposición notoria y drástica de los temas y modos europeos no deja de incluirse una serie interesantísima de expresiones plásticas, en esencia mestizas: retratos de mulatas ennoblecidas; mantos de princesa indias que no alteran su vestimenta tradicional; escenas de auténtica historia americana, como las hazañas de los conquistadores, que sirven de pretexto para seguir ilustrando los códices en México; las penosas y trágicas etapas de la " degollación de Don Juan Atahuallpa en Cajamarca", aprovechadas por un pintor peruano; las "paces entre el gobernador de Matorras y el cacique Paikín", pintadas por Tomas Cabrera; San Isidro Labrador en plenas labores agrícolas, ayudado por indios y ángeles cubiertos de ponchos, que siembran maíz en las sierras andinas de un primitivo quiteño; los innumerables pintores que interpretan un grabado flamenco en el cual las clásicas rocas, ciudades y campos de Flandes, incluyen palmeras y árboles de vegetación perfectamente localizables; o en fin, aquellos que incluyen el paisaje, rural y urbano en temas anecdóticos tales como las célebres procesiones cuzqueñas y los relatos gráficos de los milagros de la Virgen de Guápulo, del quiteño Miguel de Santiago.
Es decir, que habría que pensar no solamente en el artista de raza mestiza, sino también en la utilización de temas mestizos. No puede ser de otro modo, teniendo en cuenta que aquellos habilites ejecutores de pinturas y esculturas, recibieron las más variadas influencias, regulaciones y técnicas, las mismas que, a su vez, fueron interpretadas por ellos, con mayor o menor libertad.
Existe, pues, un arte mestizo, como existe una religión mestiza, que une la ortodoxia de los principios impuestos con la nostalgia de los mitos prohibidos; como son políticas mestiza las Leyes de Indias, incontrolables cuerpos legales, elaborados a miles de kilómetros para hacer aplicados y respetados por poblaciones de la más diversa índole. Y por último, no habría que olvidar que el propio europeo, venido de América, que ha cambiado costumbres, gentes y paisajes propios, sufrió el influjo de fuerza ecológica a las que no estuvo acostumbrado y a las que, para imponerse a ellas, tuvo primeramente que someterse y aceptar.
Tal vez todo esto explica por qué, aún en la concurrencia de una mayoría de factores y de elementos plásticos procedentes del viejo conciente, las experiencias arquitectónicas y sobre todo, las decorativas - en manos de arquitectos manieristas, de alarifes mudéjares o de maestros de obra flamencos - , siguieron en América una libertad interpretativa, que es la razón de la acumulación, de la frondosidad, de la mezcal de estilos y formas que hacen del barroco decorativo americano la representación de la exhuberancia y de la fantasía de nativos y europeos establecidos en las colonias.
EL APORTE OCCIDENTALEs hora de referirse a la intervención plástica del viejo continente, en este proceso cultural, durante la colonia. Europa misma es la amalgama de las más contradictorias y diversas influencias. Y la Península Ibérica, en la iniciación de los descubrimientos y de la conquista, constituye el ejemplo más claro de esa reunión de fuerzas y de influjos. El pueblo español, así como el Lucitano, mantienen en el siglo XVI las características de un medievo tardío, que no ha desaparecido ni aún por a creciente presión del movimiento renacentista. Subiste, asimismo, en pleno vigor, la huella de la secular dominación árabe, que ha calado profundamente en el urbanismo, en la arquitectura, en la decoración y hasta en la vida misma de las gentes.
Por otro lado, la expansión y el poder de un imperio donde el sol no se ponía significó la existencia de contactos e influencias procedentes de Flandes, de Alemania, de Italia, y de Europa Central. El artista hispano-portugués sometido a esas presiones, tenía que expresarse, en consecuencia, en forma múltiple y heterogénea. La asimilación de esos diversos elementos se produjo de modo desordenado e intemporal. Al mismo tiempo, se construyó un gótico tardío y en plateresco, en manierista y en mudéjar; al mismo tiempo, se pinto a la manera flamenca o italiana, en el mismo instante, los talleres andaluces, castellanos o lusitanos, producían una escultura de propio e indefinible sabor.
Las distancias americanas produjeron, por su parte, variantes que se acentuaron por el uso de lo materiales al alcance, y sobre todo, por el origen de los maestros procedentes de variadas regiones europeas que instalaron sus primeros talleres en los mas dispersos lugares del nuevo continente.
Así, en lo que respecta a la cultura que aparece en los distintos centros coloniales en el primer siglo de la conquista se comprueba que los imagineros ibéricos surten de tallas y retablos, con incalculable profusión. Y para no citar el caso de los talleres sevillanos, y el de Juan Martínez Montáñes, en particular, he aquí que este, (según afirmación de Morales Padrón) "se mantenía solo de dichos encargos", provenientes de México y de la capitanía general de Guatemala, de Bogotá y de Lima. Y por supuesto inspiraba a innumerables artista, y entre ellos, al Bogotano Pedro de Lugo y Albarracín y al quiteño Padre Carlos. No hay, prácticamente, región en América hispana, que no conserve tal huella: cinco retablos en Santo Domingo, otros en la Catedral de Puebla y en la Concepción, en Lima; Cristos en Guatemala y Quito; inmaculadas en Oruro. Parecida influencia ejercieron Pedro de Mena, Alonso Cano y Gregorio Fernández. De allí que aquella indefinición de la escultura europea del siglo XVI produzca también, particularmente, en el siglo XVII americano, otra "zona de homogeneidad", dentro de la cual una imagen no acaba de perder sus características españolas ni adquiere los elementos formales de la posterior escultura colonial. Ningún elemento exterior delata diferencias u orígenes que solo la documentación es capaz de precisar. Estamos, pues, lejos de poder distinguir la policromía decorativa de una imagen guatemalteca o quiteña, como la haremos a fines del siglo XVII y comienzos del XVIII
La situación es parecida en el caso de la pintura. La mayoría de las obras flamencas, italianas o españolas, remitidas no son identificables. Zurbarán como, Martínez Montañés en la escultura, envió de su taller tantos lienzos, que se ha querido ver en él "al padre de la pintura americana". Queda una ardua labor de investigación para descubrir tanta tabla flamenca, tanta pintura italiana, diseminadas en claustros y museos. La diferenciación se complica si se piensa en el número de artistas europeos que aparecen desde la segunda mitad del siglo XVI: los italianos Angelino Medoro, Matheo Pérez de Alesio o Bernanrdo Bitti, de abundante obra y segura influencia sobre los pintores de Bogotá, Lima y La Paz; el compañero de Cortés, Rodrigo de Cifuentes; el sevillano Alonso Vázquez o el flamenco Simón Pereyns, que inician la pintura mexicana; el español Luis de Ribera, en Qutio, etc.
Pero si aquellos autores fueron los iniciadores de la pintura colonial, debemos encontrar en el grabado la fuente inspiradora de los siglos posteriores. El "catecismo por imágenes", tan del agrado del Concilio de Trento, se extendió por el mundo cristiano. Primer intento de adoctrinamiento universal a base de las posibilidades entregadas por la imprenta, dejó sentir su efecto inmediatamente al generalizarse el sistema en todas las colonias hispano-portuguesas. Solamente la casa Plantin, puso al servicio del grabado religiosos "sus veinte prensas, empleó sesenta y cuatro tipógrafos y recibió en 1541 una orden para dos mil breviarios, seis mil diurnos y cuatro mil misales". Es ésta, al parecer, "la historia más barroca del arte barroco americano: la de este protestante de Amberes que recibió, de los muy católicos reyes, el privilegio de imprimir todos los libros píos, todas las santas imágenes que se distribuían, en su Imperio, a los naturales, para que en ellas se inspirasen".
En efecto, es increíble la abundancia de libros ilustrados, de catecismos gráficos, de tratados de artes que llegan a América y de los que se sirven los artistas para realizar sus propias versiones: El Evangélicas historia imagines inspirado por Ignacio de Loyola; el de De Sancia Cruce de Graetzer, la Biblia polylotta, editada por Plantin; los grabados de los falmencos Van Meere y Simón y del alemán Klauber, los libros impresos de Moretus; las imágenes de Martín de Vos Schelte-Bolswert y los hermanos Wiercix, no son sino unos pocos ejemplos de una lista interminable. Y cuando se habla de la Historia de las santas imágenes, de Molanus, o de Tratado de la escultura policroma de Pacheco, hay que pensar en auténticos recetarios para la confección de cuadros y tallas, ya que en general, tales Tratados no son sino la ortodoxa manera de señalar el color del manto, la longitud del cabello o el matiz del rostro de alguna imagen religiosa, lo que vuelve aún más rígida la sujeción del artista a una obra, destinada, esencialmente, a mantener una devoción, a iniciar a la fe y al misticismo de los católicos, desde México hasta la Patagonia.
Se puede discutir siempre sobre le valor estético del arte americano colonial, ya que se ha de encontrar en cualquier caso la repetición de un motivo y la aparente falta de libertad de aquellos artistas, entregados a las necesidades de la evangelización. Se trata, indiscutiblemente, de un arte repetitivo y recreador. Mas no hay duda de que aquella recreación se efectúa dentro de condiciones locales particulares, en las que interviene artistas diferentes, de modalidades diferentes, casi generalmente indios o mestizos que jamás tuvieron contacto directo con el creador europeo de aquellos grabados. ¡Qué diferentes son, así los enormes lienzos sacados de las estampas de Schelte-Bolswert, que hacen el artista quiteño Miguel de Santiago y el peruano Pacheco, en las galerías de los respectivos claustros agustinianos de Quito y Lima!
Por otro lado, es necesario insistir en que aun los artistas europeos que se trasladaron a América aplicaron modalidades relativamente distintas. Debió haber pesado sobre ellos una ecología novedosa que rompía el mundo del color y de las formas a que estuvieron acostumbrados. Sin trabas, dueños de un nuevo destino, sentirían, desatados de su ligadura europea, de su ancestro secular, la pasión y la realidad del mundo nuevo. Debemos hablar, en consecuencia, de recreación de renovación, de reinterpretación de técnicas que, en cierto sentido, entraban en conflicto en tierra americana.
Si hubiera que ceñirse al concepto de "museo imaginario" que André Malraux considera como la característica de la expansión y de la interrelación del arte; el contacto y la influencia de artistas y técnicas no anula la posible originalidad. El "no hay nada nuevo bajo el sol" se vuelve evidente con la apertura de las colonias a ese arte foráneo, el mismo fruto de la vinculación producida en Europa entre las modalidades plásticas góticas, renacentistas, manieristas y barrocas.
Habrá que referirse también a ciertos contactos ocasionales con Oriente. El comercio de Indias y la vinculación que se establece con los países asiáticos, lleva y trae, de 1565 a 1821, barcos repletos de sugestivas mercaderías. Desde Filipinas las naves transportaban hasta el Callao y Acapulco, en un ilegal intercambio, productos de la India, la China, Siam y Bengala, y volvían con el oro y la plata de Potosí y Guanajuato.
Generalmente aquel comercio dejó entrar en forma clandestina un contrabando de especería de estatuas, de sedas, de miniaturas de marfil o de porcelanas. Y esos nuevos elementos determinaron en alguna forma la alteración de los modelos europeos. Aquellas Inmaculadas de Bernardo Legarda, por ejemplo, ¿no tienen una atmósfera de bailarinas siamesas? ¿No existe, por otra parte, una extraña familiaridad entre los Profetas del Convento de los Teatinos, en Goa y aquellos de Congonhas do Campo?
Habrá, pues, que admitir, en el Brasil el hecho de que, sea a través de gentes de la India portuguesa, llegadas a Minas Gerais, sea por un camino más largo, de Goa a Portugal y de allí, al Brasil, cierto gusto por lo oriental eventualmente se trasluce. Por ejemplo, en Nuestra Señora de la O en Sabará, donde no solamente la torre de la minúscula iglesia recurva sus techumbres, con la clara insinuación asiática de una pagoda, sino donde los decoradores ornamentan sus cartelas con formas chinescas inconfundibles.
Todo ese enjambre de elementos concurrentes, de por sí confuso, aumentó el desconcierto con que el indio o el mulato habrían de aceptar las normas artísticas de los conquistadores. Ausentes y presentes, las manos indígenas tuvieron que captar (con rechazo en un comienzo, y al fin, de buen grado), esa voluptuosa sensación de novedad, tan ajena a su mundo propio, a su manera de pensar y a su mentalidad ancestral.
Esa habilidad artesanal, esa disposición espiritual, esenciales aportes primeros del indio a la obra plástica de la Colonia, debieron chocar por mucho tiempo antes de que se recuperasen su personalidad y su dignidad artística propias.
A más de anónimo, el arte inicial americano tuvo, en un principio, que ser impersonal, casi automático. Por supuesto, aquel automatismo, aquella repetición del grabado o de las escasas pinturas y esculturas que llegaron a América sufrieron nuevas alteraciones por el comercio interregional americano o por el traslado de los maestros europeos de un sector a otro. El arquitecto Becerra hace obra en Tepoztlán, Puebla, Bogotá, Quito y Lima; los pintores Bitti y Medoro dejan huellas en Bogotá, Lima y La Paz; los portugueses Manuel Couto y Manuel Dias aparecen en el virreinato de Buenos Aires; y el quiteño Bedón aprende en Lima sus técnicas y vuelve con ellas a su ciudad. Y si se reitera la abundante presencia de obras de Zurbarán y del Montañés en México y Centroamérica, en Nueva Granada y en el Perú, ya existen nuevas razones suficientes para encontrar constantes, supervivencias y continuidades en el arte hispanoamericano.
Más lo interesante no son tanto aquellas constantes, cuanto la forma intemporal en que las influencias se presentan y se aplican. Ajena al tiempo y confiada a talleres, la producción hispanoamericana constituye un proceso casi industrial. No extrañe así que los fondos de paisajes flamencos aparezcan indistintamente en las más alejadas zonas Tal es el caso de esa Vendimia mística, inspirada en un grabado de H. Wierix, repetida por Diego de Borgraf en el siglo XVII en Puebla por un artista cuzqueño, en la iglesia del Pilar, de Lima, y por A.S. (probablemente Antonio Salas), en el siglo XIX en Quito; que el Santiago Matamoros, grabado por Plantin, persista desde el siglo XVII hasta mediados del XIX; que las decoraciones platerescas, abundantes en México en el siglo XVI y comienzos del XVII, aparezcan en Quito sólo a comienzos del XVII; que el barroco brasileño repita sus diseños de fachada, incansablemente; que las formas mudéjares, tan arraigadas en siglo XVI, sigan gustando dos siglos después; que la huida a Egipto, interpretada por Juan Rodríguez en México, y por Quishpe Tito en Lima, se mantenga con iguales características durante más de dos siglos; que la Sagrada Familia de Martín De Vos sea repetida por Tito Quishpe; que fórmulas casi bizantinas reaparezcan, primitivas, en la Trinidad Tricéfala o en los Dos Juanes del Cuzco; que la modalidad triangular de la Guadalupana española inspire inicialmente a México y se repita incansablemente en todo el virreinato del Perú bajo múltiples advocaciones mucho después de la interpretación mexicana; que los Cristos de la Pasión varíen apenas entre sus modelos españoles y aquellos de Comayagüela, de Taxco, o del propio Cuzco.
Hay que reconocer que estamos frente a normas de ortodoxia similares, dictadas a miles de kilómetros, para ser ejecutadas por artistas, separados entre sí, de continente a continente, con el fin de incitar y mantener la devoción de los creyentes. No se puede, en consecuencia esperar sino procesos ajenos a ritmos de asimilación, que aparecen, aquí o allá, fuera asimismo del tiempo, marcados apenas por peculiaridades regionales que bien pueden ser las del uso de un material diferente, más o menos propio de la zona; piedra de huamanga en el Perú, balsa en Quito; sillar en Lima, raíces de árbol en Guatemala, mangle en el Brasil; lo que tiene alguna vinculación con la ecología característica del lugar. En este sentido, si existe una indefinición, si existen zonas de homogeneidad entre el arte español del XVI y el americano de fines de ese siglo, también existen tales zonas, dentro de la propia América colonial, cuyos productos artísticos no respetan cronología ni espacio y son confusos, hasta el extremo de que muchas veces es difícil distinguir la procedencia de una u otras piezas, tan similares son entre sí.
Cuando Erwin Walter Palm, refiriéndose a la pintura colonial, expresa: "... la pintura en las provincias americanas de España está esencialmente limitada al arte religioso y dentro del arte religiosos, limitada, en general, a la ilustración de escenas del Nuevo Testamento o de la Vida de los Santos", y comprueba, asimismo que " está entregada de lleno a la reproducción de un temario devoto", ésta es una afirmación bastante exacta; y también es exacto que la evasión hacia los temas paisajes, costumbres, mitología y desnudo, es únicamente excepcional, al constituir ese temario colonial un instrumento de catequesis. Mas este fenómeno, si bien es casi exclusivo en América, no deja de ser generalizado en buena parte de Europa. Palm afirma con razón que, "el indio asimila rápidamente las técnicas europeas y se transforma en un artesano habilísimo al servicio de las órdenes religiosas. Está tan entregado a la reproducción de los modelos metropolitanos como lo están sus colegas españoles y criollos".
Mas resulta extraño que el citado autor pida, como modelos de creación artística, "mitología y desnudo mitológico". Había que desear que los pintores americanos prefirieran los temas de su ecología: paisaje, gentes. Mas, ¿por qué criticar el uso exclusivista del tema religioso y pedir, en cambio, el mitológico, ése sí tan lejano a la raíz americana y, por lo mismo, tan poco auténtico? Por otro lado hay que convenir con el citado autor en que tanto en América como en España faltó la presencia de artistas de tema civil, tales como Velázquez, y que "la sensibilidad en el mundo hispánico, no sólo está condicionada por una censura moral y religiosa, sino que está sujeta a una graduación jerárquica, que a la Corte concede lo que escatima a los demás". Ese acendrado y opresivo misticismo fue, precisamente, el punto central de una producción artística peculiar de la mentalidad española y de las colonias hasta mediados del siglo XVIII, cuando los contactos intelectuales con Francia y con las ideas de la Enciclopedia se tornaron más sensibles.
No parece, sin embargo, que aquellas comprobaciones, o las que consideran el caso americano como un fenómeno provinciano, en donde ninguna de las pinturas "sobrepasa la calidad de un buen trabajo de taller europeo", puedan tomarse como una fórmula de menosprecio. La determinación de "escuelas" productivas de pintura o de escultura tiene que ver con una localización geográfica, lo que explica que los cuadros "provincianos" cuzqueños, bogotanos, mexicanos o de Potosí puedan tener ciertas características propias y ciertas diferencias.
Parece, pues, injusto, creer que ha desaparecido la "voluntad creadora". Discutirla sería como discutir la sujeción cortesana, burguesa o aún religiosa del propio pintor europeo. El retratista entregado a hacer el álbum familiar de un monarca; aquel que recubre el domo de una iglesia, de acuerdo con normas ortodoxas impuestas por el obispo o por el Pontífice; o en fin, el que traslada al lienzo las vanidosas figuras de los enriquecidos burgueses flamencos, ha puesto la "voluntad creadora" al servicio de una imposición económica. Esa voluntad es tan sumisa como la del mestizo que pinta para la catequesis y la religiosidad.
Hace falta recordar también que muchas veces la repetición puede resultar digna de ser tomada en cuenta como simple explotación de un recurso plástico. No ha extrañado hasta ahora que el tema de las lanzas, que proviene cronológicamente del mosaico griego del Triunfo de Alejandro, se reitere con Velázquez en La rendición de Breda; en La ronda nocturna, de Rembrandt; en la Batalla de San Romano, de Paolo Uccello; en el grabado de Schelte-Bolswert sobre la victoria milagrosa del Duque de Mantua, Astolfo II, sobre los moros. Este tema es, en fin, reproducido por Miguel de Santiago en el claustro de San Agustín de Quito. Se trata, en efecto, de un arte repetitivo y de "una práctica generalizada que no debe extrañarnos y cuyos frutos han sido, a menudo, obras de gran belleza y de exótico mestizaje..."
Sería fundamental referirse, aunque fuera brevemente, al caso particular del Brasil, y en especial a la región minera e ese país. Los elementos lusitano y negro, que entran en conflicto en las colonias portuguesas, provienen de continentes diversos. El negro, como antes se había dicho, y como sucede asimismo en todos los países de población negra de Hispanoamérica, se mantiene aislado de los restantes grupos humanos. Es simplemente mano de obra para ciertos trabajos especiales, y ningún contacto le está inicialmente permitido. Sin embargo, la mezcla se efectúa, la unión de sangres sigue ese proceso de mestizaje que no detienen legislaciones ni prohibiciones de casta o ley. Del mismo modo que el español se funde ilegal y libremente con la raza india, el portugués lo hace con la negra.
El negro puro no admitió nunca tal fusión; se alejó en lo espiritual del blanco mientras que físicamente sus mujeres sucumbieron. Y tuvo que ser la generación que sucedió a aquel aislamiento la que pasó a participar, sin nunca ser admitida en igualdad social, en la elaboración de un país que, desde entonces, ya fue el fruto de la más impresionante amalgama de gentes. Los grupos negros, sin embargo, permanecieron unidos, y si aceptaron la religión de los amos, fue después de conformarla a ritos africanos, convirtiendo su cristianismo en una particularísima forma de creencia, mitad misterio, mitad magia, más fórmula ceremonial que filosófica, más danza y movimiento que estática contemplación.
El cristianismo africanizado pasó a constituir, desde la más remota época, una religión aparte, con sus ritos, sus santos y sus solemnidades. Fue religión privativa, excluyente y rígida, lo mismo en el Caribe que sobre los territorios brasileños.
Las iglesias que recibieron a la población de color eran tan excluyentes, como discriminatorias fueron las iglesias de la población blanca. En constante "competencia de vanidad", competencia de altares; en el deseo de superar, "el negro al blanco, el minero al funcionario, el nuevo rico al noble", Arthaud y Calí atribuyen a estos múltiples conflictos el haber sido "los grandes estimulantes del arte en esta parte del mundo".
Otra importante característica es la de la ausencia de comunidades religiosas, resultante de la prohibición que los monjes tienen de ir a los sectores de minas. Tan sólo el párroco y el obispo dominan la vida cristiana. Y el párroco como el obispo, son dóciles funcionarios del rey de Portugal. No hay que contar, en consecuencia, con esa arbitrariedad característica de las órdenes regulares y de las comunidades, típicas en el mundo hispanoamericano. Cuando en el Brasil el cura o su superior jerárquico quieren construir una iglesia, sólo "un tribunal especial", creado por Juan III en 1532, es el que da la última palabra sobre el plano y las características del templo que se solicita.
Esto explica que el barroco brasileño este mucho más sometido a los patrones europeos que el mexicano o el peruano. Y si la arquitectura sigue en el Brasil un ritmo tan similar al portugués, la pintura y la escultura se adaptan a la arquitectura y actúan como sus complementos. Es interesante, en consecuencia, comprobar que la mejor pintura brasileña es aquella producida sobre los domos, de cañizo y tabla, de las iglesias. Allí están los frescos de Nuestra Señora de Nazaré, en Cachoeira Do Campo; los de San José de Lagoa, en Nova Era; los de San Antonio de Itaverava, o los de la iglesia matriz de San Juan del rey. Y en la escultura, allí están las esplendorosas puertas de San Francisco y del Carmen, en el citado San Juan del Rey, o la decoración alegórica de los interiores de las mejores iglesias brasileñas.
Parece como si un solo sentimiento hubiese inspirado todos los aspectos de la plástica, de modo que la vinculación es evidente entre la pintura, y la escultura, componentes claros de las formas arquitectónicas.
CONCLUSIÓN
Es, pues, esencialmente conflictivo el arte iberoamericano. Si muchas veces las expresiones formales no denotan a las claras un mestizaje de formas, no se puede dudar de que aquellas son el fruto y el resultado espiritual de un continente que creció desde sus comienzos bajo el signo de un mestizaje generalizado. Tal vez acaso lo más importante de dicha plástica no sea la producción académica, que muchas veces no escapa a las fórmulas simplemente repetitivas. Pero no hay duda de que frente a una escultura o a una pintura colonial se ha de encontrar una atmósfera diferente que, aun cuando de inspiración europea, tiene un ambiente a veces indefinible de sabor americano.
Ese barroco personalísimo, en gran mayoría obra de gentes sin mayor oficio, de artesanos y artistas anónimos, no siempre parece del agrado del espectador erudito. Pero en sí mismas esas tallas, imágenes o pinturas son el testimonio de los tres siglos de una colonización que, en definitiva, es el despertar de un continente nuevo. A veces simples testimonios humanos, aquellos trabajos generalmente humildes llevan en sí el mensaje de ese habitante primitivo, cuya fabulosa tradición milenaria se vuelca de esa manera en la desconcertante y sorpresiva mentalidad del hombre de Occidente.
Desconcertante y sorpresiva mentalidad del hombre de Occidente.